INDETECTABLE:
Estigmas, batallas y ángeles
Por Javier Perdomo Santos
¿Alguna
vez te preguntaste cuánto tiempo más vas a vivir? ¿Cómo van a hacer tus últimos
días y con quién? Son preguntas que me hice cuando recibí aquel resultado,
luego de 20 minutos de espera. Los más largos de mi vida.
Afortunado, privilegiado e imperfecto. Tuve
educación de calidad, nunca me faltó un plato de comida y mucho menos dónde
dormir. Me enseñaron a empezar el día con un “buenos días”, a dar las gracias,
a pedir permiso, a despedirme. Me castigaron por mentir o por desobedecer hasta
que aprendiera, y claro que aprendí. Fui abanderado, recibí medallas de honor y
también reprobé materias.
Empecé a trabajar de adolescente para tener mi
propio dinero y poder comer. Conocí cientos de personas me tendieron la mano
sin esperar nada a cambio, creo que no sería imposible contar la cantidad
exacta, solo sé que fueron ángeles, así los llamo. Unos ya no están, otros
todavía siguen y algunos siguen llegando.
Una noche, con 19 años, salí a bailar en una
ciudad, en ese entonces, todavía ajena a mí, que la llamaban “La ciudad de la
furia”. Aquella noche, sin pensarlo, le di el primer beso a una persona de mi
mismo sexo. Sí, era la confirmación de que era homosexual, gay, marica, puto, cacorro, maricón, todas las
denominaciones que la sociedad le ha dado a la persona que no tiene una
orientación sexual diferente a la de su sexo biológico.
¿Pero ahora? ¿Qué les digo a mi familia y a
mis amigos? ¿Me volverán a hablar? ¿Seré una decepción para ese 'macho alfa' que me educó toda la vida
para ser un hombre de verdad? ¿No podré darles un nieto a mis papás? Me
bautizaron, hice la comunión y la confirmación. Siempre fui a colegio católico.
¿Qué soy? ¿Un pecador?
Y así todo empezó. Hablaba de mujeres e iba a
bailar con mis amigos, que me incitaban a tratar de chapar con cada 'minita' que me pasaba por el frente,
aunque luego me iba a escondidas, solo, a bailar a lugares con banderas
multicolor.
Durante unas semanas, le conté a amigos de
María José. Una chica que había conocido y con la que me veía cada fin de
semana y hablaba por whatsapp. Hasta que un día llegué a casa y se supo la
verdad. Les conté que María José, en realidad era José María, no Maria José.
¡Yo sabía! gritó, con lágrimas en los ojos, una de mis amigas. No sabía si eran
lágrimas de decepción o felicidad.
Conocí a Jose, un chico de una familia tan
católica, que cuando los conocí por primera vez, fue en una iglesia. Cada uno
con una mente más abierta que el otro. Allí me di cuenta de que quizás ser
católico no necesariamente discrepaba de “poder ser gay”. Y así una y ciento de
anécdotas más, que me tomaría días o meses para contárselas, que hasta podría
hacer un libro autorreferencial.
Al pasar los años, ya todos sabían quién era
yo, quizás siempre lo fui, quizás hasta ni yo mismo lo sabía. Para algunos fue
un golpe de espalda, de esos que te dejan inconsciente por unos minutos, hasta
reaccionar y preguntarse si de verdad pasó. Sí mamá, sí papá, sí amigo, pasó y
no hay vuelta atrás, no es una pesadilla, tampoco un sueño. Para algunos recuperarse de tremenda noticia
duró más tiempo que otros, aunque hoy es el día que vivo con la tranquilidad de
que todos saben quién soy.
Luego conocí al que hoy quizás sigue siendo el
mejor de mis ángeles. El que me levantó cuando, me había caído, al que intenté
levantar cuando cayó. El que cuando yo era blanco, él era negro; cuando yo era
tormenta, él era sol; o si yo era agua, él era fuego. Un complemento de
sensaciones, percepciones, experiencias y momentos totalmente diferentes que
encajaban para ser uno solo en cuestión.
Una tarde de septiembre, sufrí una lesión que
me causó un fuerte dolor durante varias semanas y un brote infeccioso que no me
dejó dormir por muchas noches. No podía mover el brazo, ni me podía bañar por
mi cuenta. Pero ahí estaba él. Idas y vueltas de casa al médico, exámenes,
remedios y paciencia para soportar mis quejas de dolor. Me metía a la bañera y
me pasaba el agua y el jabón. ¿En qué momento, me había convertido nuevamente
en un bebé que necesitaba que lo bañaran? ¿Me lo merezco? ¿Él se merece padecer
estar con un paciente de geriátrico? Las preguntas no desaparecían. Pero sí,
allí seguía él. Más fuerte que un roble, sosteniéndome, mientras yo permanecía
débil.
Una mañana durante una llamada por teléfono,
surgió una cuestión del otro lado. Los síntomas, la lesión, el brote y las
defensas bajas guiaban a un solo lugar: HIV. Todo se puso blanco. Se terminó la
llamada. Volvieron las preguntas. Y ahí, él preguntando: ¿Qué pasó? Mi
respuesta entre el miedo y la angustia se vio opacada con una contra respuesta
llena de valentía y valor: “Sí es eso, nada podemos hacer. Seguiremos haciendo
vida normal, como cualquier otra persona sana”. Eran palabras de un profeta
mitológico lleno de conocimiento y sabiduría, sin una gota de pena o de temor.
Al otro día, una tormenta de incertidumbre me
recorría de pies a la cabeza, sentado en una sala de espera, esperando a que me
llamaran por un número de turno. Entré a una pequeña oficina, me senté y aunque
ya presentía cuál iba a ser el resultado, necesitaba escucharlo, hasta que la
voz de quién tenía en frente lo hizo: “Sos VIH positivo”.
¿Y ahora? ¿Todo va a seguir siendo igual? ¿Qué
va a pasar? me preguntaba volviendo a la sala de espera, posterior a una serie
de indicaciones y consejos para empezar a transitar de una manera distinta pero
igual, esa que era la vida, la misma vida. Me mordía los labios, sentía la
sangre hervir, me sentía chiquito, en un momento, hasta creí que no era yo.
Qué les puedo decir. Claro que no todo era
igual, o sí. Seguía siendo yo, con el mismo ángel a mi lado. A partir de ahí,
sabía que debía afrontar el mismo camino, pero con mayor valentía y mucho,
muchísimo amor. Amor por recibir y amor propio. Tenía que seguir siendo yo.
Pasaron tres años y cinco meses hasta el día
de hoy. Conviviendo con la responsabilidad de tomar una pastilla cada 24 horas
antes de dormir, para que el virus de inmunodeficiencia humana permanezca
invisible e indetectable en mi cuerpo, permitiéndome poder tener la misma vida
que cualquier persona sana. Pasé por las primeras noches con efectos
secundarios, como pesadillas parecidas a esas que tenía de chico, despertándome
asustado, aunque, puta madre que era afortunado… seguía teniéndolo ahí a él a
mi lado, como un guardián, vigilante 24 horas, dando horas de sueño para que yo
me sintiera seguro, de que todo era solo una mala pesadilla, de que todo iba a
estar bien. Fue un año para que la carga viral dejara de ser detectable, el día
que se convirtió en indetectable fue uno de los días más felices de mi vida.
En el medio pasé por un proceso para forjarme
de agallas y contárselo a mi círculo íntimo, en persona, por llamada o por
mensajes. Con profundos y largos silencios, con abrazos de esos que te quiebran
los huesos, con lágrimas que veía caer de repente de ambos lados, con pequeñas
caricias de amor que me llenaron de fuerza para decir, que seguía siendo el
mismo.
Enfrenté muchísimos fantasmas, como la
desinformación y el desconocimiento, cuestiones que la sociedad hoy todavía
enfrenta, sumado al estigma cruzado con ignorancia que aún recorre las calles
de un mundo de desigualdad, en el que, si no te adaptas, quedas fuera. No es lo
mismo tener VIH que sida. Tener VIH indetectable quiere decir que no hay riesgo
de transmisión a otra persona. Nadie se muere de VIH. Ser gay no te hace
precoz, ni aumenta la probabilidad de tener el virus. Jamás me volví a
preguntar cómo fue que pasó, con quién o por qué a mí. Cometí el error de no
cuidarme, pasó, quizás tenía que pasar, tal vez me tocaba a mí, y sí, al final
y al cabo me tocó a mí, como le tocó a otros y te puede pasar a vos si no te
cuidas. Entré el casino y perdí la mano. Pero nadie dijo que no iba a salir.
Salí y aquí estamos, habiendo ganado muchas más manos. Porque tener VIH no me
impidió que siguiera luchando, no me sacó las ganas de seguir amando, de seguir
viviendo, de seguir cumpliendo sueños y combatir batallas para volar más alto.
Para ese 'macho
alfa' que me educó, soy su hombrecito multicolor, al que sin saber poco y
nada de Whatsapp y redes, le envía videos y música de llanero de campo, memes
para reírnos y oraciones para bendecirnos, todo eso siempre sin que nunca falté
al final un audio diciéndome: "Dios te bendiga hijo, te amo". Mamá,
con ese sexto sentido innato que lleva como si jamás nos hubieran separado
desde el parto, sugiero que lo sabe todo… sin que yo haya tenido las fuerzas
suficientes para contárselo, ahí está, sosteniéndome hace más de 28 años de
lado a lado. Y qué decir de mis dos hermanas, para ellas va a ser un gran
secreto o una anécdota más de aprendizaje. La más grande con una madurez de
hierro, con un milagro de la vida en brazos y organizada con su propia familia,
mientras que, la otra está por convertirse en una mujer, sin dejar atrás esa
inocencia intacta de niña y un corazón tan puro que desconoce el juicio, y
mucho menos para su hermano.
Hoy ya son varios los que conocen esta
historia, y claro que no son cualquiera persona, son parte de esos ángeles que
les vengo hablando, por los que me siento afortunado, a pesar de que tengo una
cuenta pendiente, pero nada sencilla, que me hace sentir en deuda con algunos
otros, que quizás merecen saberlo. Aún no ha sido ese momento, no creo que lo
haya tenido, pero ya lo tendré. Tal vez, a través de estas palabras se
enterarán, tal vez no. Porque, aunque soy el más ansioso de este mundo para
contar mis triunfos, guerras y derrotas, la vida me ha enseñado que a veces
hacer freno es la mejor de las cosas. Por eso, vos que me conoces y que te
estás enterando ahora leyendo esto, te estás preguntando porque así y no antes
por mi boca, te prometo que si no lo hice no fue por egoísmo, sino quizás por
un poco de miedo, de herir, de no querer que nadie sienta dolor por mí, porque
nada más terrorífico que sentir dolor ajeno.
Mi ángel guardián ya no está acá a mi lado
físicamente, aunque no dejó de estarlo desde la distancia, porque seguimos
conectados, por toda una eternidad.
Soy VIH positivo indetectable. Uno de tantos
millones más que hemos ganado la batalla y estamos sedientos de seguir siendo
triunfantes, por todos los que no lograron ganarla, a pesar de que la lucharon
sin las mismas condiciones, ni la misma fortuna. Ellos también son ángeles.
Comentarios
Publicar un comentario